martes, junio 13, 2006

Ya terminó por ahora

Doy por finalizadas oficialmente mis clases de este año. La verdad es que no puedo quejarme de las notas que he sacado al final, ya que la única asignatura que he suspendido (y creeme que no ha sido totalmente por mi culpa) ha sido perspectiva, un rollo muy mal explicado por una profesora evidentemente enchufada. Y ya está, ya lo único que queda es atar un par de cabos que han quedado sueltos, recoger el piso (puede que me mude de nuevo este año) y disfrutar de estos dos meses y pico de vacaciones que se avecinan.
Ya os iré contando.

martes, junio 06, 2006

Recuerdos de infancia, Capítulo Primero

Si no me traicionan los recuerdos, era una fría mañana de finales de 1994, y el cielo estaba completamente nublado. Yo tendría por aquel entonces unos once años, y todo parecía un poco mas fácil que ahora.

Miré hacia arriba y una minúscula gota golpeó mi nariz. Casi sin querer intenté recogerla con la punta de la lengua, pero, lo único que conseguí, fue ponerme un poco bizco en el proceso y sentirme tonto. Hay días en Cádiz en que cielo y mar se funden de tal forma que es imposible discernir donde empieza uno y acaba el otro, de forma muy especial a finales de otoño. El viento de levante alborotaba implacable mi pelo, y las mochilas agolpadas junto a la portería que yo defendía azotaban sus correas como medusas dementes intentando agarrarse a algo para evitar salir volando. Estaba empezando a llover, de forma imperceptible pero continua, eso era evidente. Grité algo a la gente con la que solía jugar en el patio minutos antes de que empezasen las clases, para avisarles de que me iba hacia el edificio de EGB para buscar cobijo. Estaban bastante ocupados disputándose el balón entre ellos, a varias decenas de metros de mí, así que no se dieron cuenta de nada. Resoplé enfadado, y varias gotas más cayeron sobre mi chándal azul y mi pelo como castigo.

Recogí las cosas sin mirar a los demás, mientras el cielo empezaba a apretar sin misericordia. Me despedí con la mano, y metí la mochila bajo la sudadera para evitar que se mojase antes de que yo llegase a la clase.

Entonces fue cuando me di cuenta de que había un grupo de compañeros de clase formando un corro junto a la puerta de entrada, hablando entre ellos muy escandalosamente.

Lo primero que escuché al llegar fue una extraña y rotunda afirmación: “el buitre ha muerto.” Me imagino que esta frase, sacada de contexto, puede no tener mucho sentido, pero, en aquella época, Butragueño todavía jugaba en el Real Madrid, y en mi cabeza se relacionaron, de forma normal, ambas cosas.

Siempre he sabido que soy un poco bocazas, y tal vez aquel día debí haberme quedado callado. Pregunté, irrumpiendo en la conversación con tono preocupado, si había muerto el jugador de fútbol, y, en respuesta, todos rieron a carcajadas. “Que va, ha sido Antonio Santillana, el profesor de religión del año pasado. Tuvo un accidente con el coche el otro día, y murió ayer en el hospital.” Todavía riendo, entraron en el edificio, dejándome allí, plantado, y pensando.

Claro, a aquel hombre le habían puesto el mote de “buitre” debido a su nariz aguileña y a su mirada torva y perdida, con la que atravesaba a todos sus alumnos. Pensé que era realmente macabro y cruel seguir llamando así a una persona después de su muerte, y me invadió una profunda e inexplicable tristeza, y un escalofrío intenso recorrió mi espalda de arriba a abajo. También pensé que, sin quererlo, había hecho un chiste graciosísimo a costa de su persona, confundiéndole con un jugador de fútbol en el que seguramente nadie había pensado.

Pero creo que lo peor fue, sin lugar dudas, comprobar, entre aliviado y triste al mismo tiempo, que Butragueño estaba sano y salvo.