sábado, julio 12, 2008

Pequeña Reflexion Interior (segundo acto)

Asombrado todavía por aquella extraña aparición me encuentro de pronto abrazando el aire, intentando controlar la abrumadora sensación que acabo de experimentar, un desbordante sentimiento como de catarata amazónica, saco de arroz roto o recreo a media mañana. Imposible explicarlo con palabras, mejor ni intentarlo. Me río a carcajadas, de pura impotencia y alegría, aferrando fuerte la piedra de la balaustrada, haciendome daño en los dedos, riendo tan alto que incluso La Reina se acurruca en un rincón de su jaula y aparta la mirada, horrorizada.

Consigo reponerme, me seco las lágrimas con la manga del traje real, sonriente. Vuelvo a mirar el espacio vacío que tengo delante, entornando los ojos, descubriendo matices de color en el aire, en el océano verde que se me hacía inalcanzable hace unos segundos, en la misma roca gris de la torre. La brisa sopla de nuevo desde poniente, trae consigo aroma a algas y a redes viejas, a sal , a marisco y a esculturas colosales, mas antiguas que el hombre, que reposan por siempre inadvertidas en los profundos y oscuros abismos que rodean la ciudad de nácar. Inspiro. Me encaramo sin dificultad sobre el borde del balcón, y me lanzo hacia las planicies sin pensarlo. Volar nunca ha sido un problema.

Al cabo de unos minutos vuelvo la mirada, y veo la torre, alejandose, titánica masa de piedra que se alza, desorganizada e imposible cientos de metros sobre el suelo. Cada año nuevos bloques, nuevos adornos, menos espacio para vivir. Observo, por última vez, las altas campanas de cristal, y los arcos góticos de obsidiana, y las pétreas gargolas de ónice que miran al infinito con calma. Y sé que ya no echaré de menos nada de eso. No me hace falta.

Miro hacia adelante y cierro los ojos con ganas, me fundo con el aire. Y no vuelvo a mirar atrás siquiera al escuchar el clarísimo, triste, último tañer de las campanas, ni el lamento unísono que se alza, agónico, como de mil voces de piedra.