sábado, junio 23, 2007

La Luna

Salió a trompicones de la cueva, tropezando cada varios pasos en la oscuridad. Llevaba atrapado en aquella caverna desde hacía años, y, cada vez que creía haber encontrado una salida, se topaba de bruces con la roca fría y desnuda, esperandole tras cualquiera de los recodos como una presencia imperturbable e invisible, un muro rugoso y helado que se reia de él con su inmutable silencio.

Fué precisamente cuando había perdido toda la esperanza de llegar a ninguna parte cuando pudo observar una luz al final de uno de los interminables corredores de aquel laberinto. Al principio pensó que era algún tipo de alucinación visual, puesto que ya las habia sufrido antes y estaba acostumbrado a ellas, pero, conforme se iba acercando, la certeza de que aquello era real iba cobrando forma en su mente, hasta no dejar ninguna duda, y aceleró el paso todo cuanto pudo hasta que estuvo justo en el umbral.

El frescor de la noche le abofeteó la cara, despertando sensaciones que creía desaparecidas desde hacía tiempo. Respiró hondo y sonrió, paladeando el aroma de los arboles, el color azulado e irreal de la hierba bajo la luz de las estrellas, y las lejanas montañas, envueltas en la bruma. Dejó que unas lagrimas cayesen por sus mejillas. Y entonces vió el lago de proporciones cíclopeas, de aguas negras y profundas, en el que la luna se bañaba sin pudor, reflejada como en un espejo, al amparo de las estrellas.

Corrió, atravesando el prado de hierba fresca, hasta que el agua acarició sus piernas, y siguió andando, adentrandose en el lago, sintiendo como el barro del fondo cedía amable bajo sus pies desnudos hasta que lo dejó atrás y comenzó a nadar, sintiendo el agua en cada centimetro de su piel. Y en ese preciso instante, feliz y pletorico como nunca antes podia recordar haber estado, recibió el abrazo de la luna, cálido y humedo, como una bendición celestial, y jamás volvió a estar solo.